domingo, 6 de marzo de 2011

Zodiac

Trabajé dos años en un instituto de la costa de Cádiz. Recuerdo con pasión una mañana, estando en una clase tempranera, en que se formó un revuelo descomunal entorno a la ventana. Los alumnos, que estaban medio dormidos, muchos de ellos con el chaquetón puesto, se despertaron como si hubiera tocado una corneta militar. Aquel era un grupo malo, de alumnos de primero de la ESO. De mal comportamiento, aunque de buen oído. El centro se encontraba lejos de la playa, pero a veces se escuchaban ciertos rumores procedentes del litoral. Una embarcación, a gran velocidad, había perturbado mi(s) dictado(s). “¿Por qué os levantáis?, ¡volved a vuestros sitios!”. Ninguno me obedeció a la primera. Y pocos a la segunda. Por aquel entonces, me costaba la propia vida tener a los nenes sentados y en silencio.

-Maestro… Es que… Eso era una zodiac de los narcos. Y detrás van los civiles seguro, porque están muy cerca de la costa. ¡Mola!

Varios celebraron la noticia y yo seguí indagando, pues no comprendía demasiado bien por qué eso era una buena noticia. Podía comprender que aquella fuera una situación “estimulante” y también que, en su imaginario colectivo, los narcos son los buenos de la película. Los civiles eran una suerte de aguafiestas que, con frecuencia, entraban en el recinto del instituto armando gresca, revolviendo mochilas, y llevándose a unos cuantos al cuartelillo. Aquellos, cómo no, entraban siendo adolescentes y salían, en mitad de la mañana, convertidos en mito. Por todo ello, los civiles eran los malos y huir de los malos es motivo de júbilo. Ahora bien, no me quedaba claro en qué les beneficiaba a ellos esa huida acuática.

-¿No te das cuenta? Si las patrulleras los persiguen, tendrán que tirar los fardos por la borda. En un par de días, las bolsas llegarán a la orilla. Basta con estar ahí y… ¡zas! ¿No ves a Miguel? Miguel encontró algo hace tiempo. Lo vendió y ahora tiene dinero. Ahora compra ropa de dinero y tiene moto. Porque… Maestro, ¿qué harías tú si encontraras un fardo? ¡Dámelo! ¡Dámelo, por favor! ¡Y yo te lo vendo y te doy la mitad!

Algo así como la lotería de Navidad, en pleno mes de febrero. Un mecanismo de promoción social, en plena crisis. El pueblo lo acepta como un hecho discutible y puntual, que merece una penitencia diminuta. Ese dinero alimenta los comercios locales, la cafetería del instituto y los bares de copas. Es bueno para todos que la zodiac suelte su maná en nuestro pueblo y no en el de al lado. Además, cambiar unas zapatillas de mercadillo por unas NIKE demuestra que hemos medrado, ganando categoría, como todo el mundo hace, cuando puede. ¿Cómo criticarlo? Cada uno hace lo que puede, no lo que debe. Tal vez, no lo niego, yo me quedara una maleta repleta de euros. Perdón, retiro la cortesía: lo haría seguro. ¿Quién va a devolverlo? ¿Quién, si viene del mar, no se apoderaría de la joya de la vieja del TITANIC para subastarla por eBAY? Asumo que un colgante no mata y que la droga sí. Sin embargo, en los ojos expectantes de mis alumnos, mis reproches de entonces, no dejaban de ser matices.

Dos días más tarde, para echar para abajo la comida, me puse un chándal y salí a pasear por la playa. Muchos jugaban al fútbol, haciendo tiempo quizá, y otros habían salido a correr. Medio instituto estaba en la orilla, como nunca, practicando deporte, contemplando la belleza de un ocaso invernal, tan débil y tan puro, como un recién nacido. ¡Bendito narcotráfico que hace que los nenes hagan deporte!, pensé. Todo tiene su lado bueno, en suma. Y me sonreí, tímidamente, al descubrir algo sobresaliente en una de las dunas. ¿Y si aquello fuera…? Reconozco que me acerqué. Se trataba de un bote de pintura y tuve que seguir usando los mismos zapatos una buena temporada.

Pizarras digitales

Este año se han implantado las pizarras digitales. Sin embargo, os reconozco que yo jamás he utilizado ninguna. Cuando la Junta dice “se han implantado”, generalmente lo querría haber dicho es “se ha comenzado a” o, en su defecto, “algunos centros ya cuentan con”. Yo, por el momento, pertenezco a un instituto des-dotado, áptero para estas vicisitudes. Eso sí, sigo un concienzudo calendario de trabajo y uno de mis propósitos para este 2011 era escribir una columna sobre el tema, así que me fingiré ducho en la materia. (No os dejéis engañar, ni siquiera por mí, no sé de lo que hablo). Mi comodín de “propósito no cumplido” lo reservo para “ir más al gimnasio”, como todos los años.

Me he metido en Youtube y he buscado “pizarra digital”. He visualizado, visionado y visto unos quince o veinte vídeos. En todos, sin excepción, había un profesional del arte de la prestidigitación haciendo malabares digitales para demostrar que el producto es -además de caro- útil y fácil de manejar. Conste en acta que su utilidad me parece innegable: reemplazamos las aburridas pizarras de toda la vida por un proyector que nos permite acceder a Internet en cualquier momento. No tiene sentido pintar un mapa en la pizarra, pudiendo sacarlo de un banco de recursos. O, por ejemplo, si queremos leer el famoso soneto de Lope, sobre los efectos del amor, podemos introducir un fragmento de la película y obsequiarles, de paso, con la canción final de Jorge Drexler. ¡Aburrirse será mucho más difícil con este cachivache! Dejo a un lado la importancia real del aburrimiento y cómo en las colas del paro habremos de instalar pronto animadores socio-culturales porque estamos olvidando que el aburrimiento forma parte de la vida, que también para ese estado han de estar preparados nuestros zagales. Dejo a un lado que tanto “hipervinculismo” hipertrofia la mollera, que está demostrado que un exceso de interactividad vuelve a los nenes más lerdos, y me centro en una coletilla presente en casi todos los vídeos.

“Ayudará a sacar el mayor partido posible a la preparación de las clases”. ¡Tate! ¡Que hay que preparar las clases! ¡Esto…! ¿Y si el problema es que no nos las preparamos? Mentiría si dijera que me preparo las clases de la ESO. Yo, y no me siento mal por decirlo, cojo el libro, lo abro, y les explico, con más o menos acierto en función de cuántas horas durmiera la noche previa. Desayunando, en todo caso, me miro lo que luego voy a contar, y pienso los ejemplos. Me siento como un actor que tiene dieciocho funciones a la semana. Mimas un par de ellas, generalmente las de bachillerato, pero… ¿Podemos configurar y seleccionar material interactivo para dieciocho horas semanales? ¿De dónde sacamos veinte o treinta horas de preparación, a la semana? Aunque la gente llana piensa que los profesores somos profesionales del rascamiento genital, lo cierto es que adaptar materiales, aprender a usar la pizarra digital, tiene mucho trabajo, y no nos sobra tanto tiempo, en nuestro ocioso jornal funcionarial. ¡Y además no es tan fácil! Tiene mérito encontrar cosas adecuadas para mí, que no estoy peleado con las [ya no tan] nuevas tecnologías, así que no quiero ni imaginarme a los pobres maestrillos cuyo librillo ha sido reemplazado ásperamente por un eBOOK, y que teclean con dos dedos. ¿Quién les va a enseñar a ellos a volverse internautas, de pronto? ¿En qué momento del día aprenderán a cazar mariposas en la Red? ¿De dónde van a sacar tiempo para dejarse seducir por esta hermosa revolución?

En conclusión [este es un marcador discursivo de tipo conclusivo, lo digo como pista para los alumnos por si los ponentes escogen este texto para Selectividad, lo cual parece improbable, puesto que he empezado metiéndome con la Junta], considero que la pizarra digital es un gran invento, pero creo que tal inversión debería llevar aparejada una cuantiosa dotación horaria para que algunos aprendan a usarlas y para que otros aprendamos a usarlas bien. Me da miedo pensar que tanto dinero, en época de crisis, no va a redundar en una mejoría en los rendimientos educativos. ¿Alguien se atreve a asegurarlo, pues? ¿Es verdaderamente eficaz todo esto? ¿Es, en esencia, lo que necesitábamos? Por el contrario, sí sé es que no ha venido nadie a preguntarnos. Nadie nos ha preguntado, al menos que yo sepa, qué necesitamos para dar clases. Y, sobre todo, no conozco a nadie que haya demandado como urgencia prioritaria, este tipo de pizarras. Por mi experiencia sé, y mi intuición lo corrobora, que solo empleamos aquellos materiales que hemos solicitado. Por tanto…

Para Selectividad

A mi madre le haría muchísima ilusión que pongan un texto mío en Selectividad. Llevo cinco años escribiendo artículos de opinión y, puesto que es frecuente que se escojan textos que hablan sobre educación, he pensado que quizá este pueda valerle a los ponentes. Escribo en el segundo diario general con más lectores en España y, por supuesto, también lo hago en Andalucía. En caso de que este texto lo seleccionen para selectividad, aviso a los futuros estudiantes de que “Cuyami” es un seudónimo basado en el nombre de un futbolista que destacó en el Polideportivo Almería y en el Recreativo de Huelva. Estaría bonito que hagáis una reflexión sobre por qué para hablar sobre educación un profesor ha de usar un seudónimo. (Si alguno quiere desvariar más de la cuenta sobre la relación entre fútbol y literatura, le doy permiso). Os reconozco que es un poco frustrante que tu seudónimo tenga más entradas en Google que tu nombre real. Sin embargo, si algunas de las cuestiones que escribo se recogieran bajo un nombre real, ese hecho imputaría a mis superiores y compañeros. En tal caso, me acarrearía alguna que otra querella. Y no me apetece.

En la prueba de lengua, en la última década, casi siempre entra, al menos, un texto periodístico. Si va firmado es un artículo de opinión. En caso contrario, una editorial. En tales casos, va aparejada una pregunta llamada “géneros periodísticos”. Estudiándote esa pregunta, más que probablemente, te ahorras saberte toda la literatura. Otros seis puntos podría hacerlos cualquier adulto sin haber estudiado nada (resumir el texto, indicar cuál es la idea principal y realizar un comentario crítico que ha de hablar sobre el contenido del texto y jamás sobre su forma). Solo ofrece algo de más dificultad la pregunta restante de lengua, que en una de las opciones suele estar relacionada con sintaxis, pero que podría ser definir alguna palabra rara o explicar el significado de alguna oración, que es lo que yo escogería para este texto.

Antaño, los adultos que lean estas líneas lo recordarán, había tres asignaturas diferentes: lengua, literatura y comentario de texto. Se ha hecho “ahora”, en la línea del desarrollo de las competencias, un refrito raro, que a nadie convence. Es un poco triste que la literatura, tanto en grupos de letras como de ciencias, se reduzca a dos puntos, como mucho. Lo que más cuenta es que sepáis escribir con cierto sentido. También ayuda que, como mis alumnos harán, llevéis de casa unos cuantos truquillos para aparentar, tales como usar siempre las mismas estructuras de enlace, memorizar citas genéricas para poder incluirlas casi en cualquier tema, y trampitas así. Los más osados citarán libros que no existen y nadie podrá demostrar que “Sin más asuntos que tratar” no es el título de mi autobiografía, pues el corrector tendrá una pila de más de ciento cuarenta cuadernitos, y no cuenta con el apoyo de Internet.

Selectividad es muy fácil. Siempre lo digo. Y si este texto os lo ponen en el que ha de ser el primero de los exámenes, os doy un único consejo para estos días: no tengáis miedo. El noventa por ciento de los que estáis leyendo este texto vais a aprobar selectividad. El diez por ciento restante tendrá septiembre. Ya habéis hecho todo lo que estaba en vuestra mano. Si estáis agobiados por la nota, sabed que ya habéis hecho todo lo que estaba en vuestra mano, también. Ya no depende de vosotros. Será el factor suerte el que va a determinar si entráis o no en la carrera de vuestros sueños. Será la indulgencia del corrector, que entre un tema que vuestro profesor explicó mejor, que no se os vaya la cabeza pensando en el novio que os dejó, no pillar un virus de 24 horas y hacer el examen con fiebre... Hay tantos factores, que no está en vuestra mano controlar, que no merece la pena amargarse estudiando dos o tres horas más esta tarde. Lo peor ya ha pasado, por tanto. Lo peor es sin duda el momento de entrar en el aula, de enseñar el DNI, de leer el texto... Después, pasado ese mal trago, descubres que entiendes lo que pone, que sabes hacer las preguntas. Ahora, justo ahora, te toca ponerte a escribir. Y eso lo llevas haciendo toda tu vida, ¿cómo vas a tenerle miedo a hacer un examen… si llevas toda la vida haciendo exámenes como este?

Orientación

He pasado el puente con un grupo de segundo de bachillerato. Hemos vivido unos días fantásticos, pero ahora me encuentro en la cama por culpa de la fiebre, por haberme abrigado poco. Me vienen, por ese motivo, y a la mente, un montón de recuerdos y de vivencias con ellos. Son sus últimos meses antes de entrar en la universidad y están repletos de dudas y de miedos. Muchos vienen a ti buscando una pista sobre la profesión que más les conviene. Te piden apoyo, pues no se atreven a escoger la carrera que desean. Y son capaces de meterse en Económicas con tal de no afrontar el desafío de llegar a ser lo que verdaderamente desean llegar a ser.

En un brindis sosegado, alguien entonó la palabra “futuro”. Y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su futuro es un páramo sombrío. El propio de una generación que, por vez primera en demasiado tiempo, tiene peores expectativas que la de sus padres. A ellos les aguarda el vicio de acumular años cotizados, sin ninguna promesa. Y les hablan de carreras que llevan al paro, y que han de evitar, como si alguna pudiera librarles de la certeza de más de cuatro millones de desprecios. ¿Acaso hay alguna orientación válida para salvarse? ¿Pueden hacer algo para escapar del futuro que les aguarda? ¿Hay para ellos, en tal caso, un porvenir habitable? ¿Qué carrera tiene salidas para este laberinto en que hemos convertido el panorama laboral? Muy irónico eso de “tener o no tener salida”. Esa es la cuestión.

La universidad se llenará pronto con los sueños de siempre, pero entran tristes, con las esperanzas mermadas y sobrias, pues todo el mundo les dice que les auguran tiempos difíciles, que habrán de venir para ellos días sin vino ni rosas. Vienen al mundo (laboral) con la desoladora aspiración de cambiar las cosas, pero nadie apuesta un duro por ellos. Como si los anteriores lo hubiéramos hecho mucho mejor. Son una generación condenada a priori, pues se dice de ellos que tienen una cultura estrepitosa, que no saben hacer oficio alguno, que no sirven, ni cuentan, que no pintarán nada.

Estos jóvenes tienen miedo, porque les recibe una sociedad con la mirada sucia, que les vaticina fracaso. Nadie les habla de victoria, ni de pasión. Nadie les enseña a ambicionar, a ganar, a darlo todo para conseguir lo que sueñan. Nadie les enseña a competir. Nadie les pide que luchen por sus sueños, que peleen, que le pinten a cara a los gilipollas conformistas que hemos construido esta sociedad moribunda. En tal caso, si volviera a ser joven, me bañaría de luz para pedirle a todos los viejunos, que habitamos el planeta, que nos dejen un hueco, que nos dejen crecer, sin tantos prejuicios, diciéndole “no” a los jóvenes, sin escuchar antes, ni siquiera, la pregunta.

Los jóvenes, los que este año mandaremos a la universidad, tienen miedo. Porque les hemos enseñado a tener miedo. Nadie les pide que confíen y jamás escuchan un “confío en ti” de entrada, tampoco. La empresa no da trabajo. Hay demasiados abogados. Ya no se necesitan periodistas. Sobran enfermeros y se ha cubierto el cupo de fontaneros y de electricistas. Hay paro en la construcción y los ingenieros y arquitectos han de emigrar. ¿Acaso las humanidades sirven para algo, si no dan de comer? Ni el arte, o la música, tampoco el teatro, o la política, repleta de dinosaurios con el culo pesado. ¿Qué lugar queda para ellos, por tanto? ¿Qué orientación se le da a alguien que te pide un consejo laboral?

Fahrenheit 451

El otro día, en un claustro, el coordinador TIC (que viene a ser el gran chamán de los ordenadores) nos sugirió que nos diéramos de alta en la página web de una editorial nueva que ofrece, de forma gratuita, la probatura de libros digitales para el aula. Nos habló de sus ventajas y, acto seguido, nos explicó que en Cataluña se ha bajado a los centros la partida presupuestaria destinada a libros para que necesariamente hayan de encargar libros digitales para los estudiantes. Las licencias vienen a costar unos treinta euros por grupo, mucho menos que el papel.

De pronto, imaginé una sociedad sin libros, donde los alumnos basen todo su aprendizaje en el contenido de sus portátiles. Se reduciría el peso de las mochilas, a menos de la mitad, y muchos arbolitos mantendrían su vida. Yo siempre fui un niño disperso. (Ahora soy un adulto algo disperso, también). Si se puede acceder a los manuales desde cualquier ordenador, se acabó el contratiempo de dejarte el libro en clase. Desde cualquier ordenador del mundo puedes ver tus actividades y preparar los exámenes, sin necesidad de tener a mano la mochila. Además, resulta más estimulante tener un libro interactivo, a lo Harry Potter, pues estos hacen parecer del cretácico a mis libros de Matemáticas, esos tan feos por los que algunos editores purgarían su tacañería visual… si el purgatorio siguiera existiendo.

Los adultos del hoy lo somos todo por los libros. Llego tarde a la era digital, me temo. Me gusta tocar el papel de lo que leo y pasar página resulta tan proverbial que me aturulla que el grosor de lo leído sea siempre lo mismo, no sentir que avanza en nuestra mano el temblor de cada capítulo. Mi profesión delata que me gustan los libros. A pesar de lo cual, ¿acaso no es la escuela el paso lógico que puede llevar a que estos formatos se impongan? Si los libros de texto en formato digital machacan a los de toda la vida, esos mismos estudiantes no comprarán las novelas de Ruiz Zafón o de Pérez Reverte en papel. ¿Para qué? Si el papel pesa y pasa (de moda). Y no te habla. Ni puede cambiarse el tamaño de las letras en función de si la escena leída es erótica o no.

Fahrenheit 451 habla de una sociedad en la que los libros pasan a estar prohibidos y se encarga a los bomberos que, en caso de encontrarse con alguno, le prendan fuego. Leer te hace plantearte la vida de otro modo y, por ende, te hace más infeliz. No hay infelicidad para quien no escoge. La facultad de poder elegir te hace desgraciado porque, en caso de escoger, en caso de equivocarte, te pones triste y te entran ganas de llorar. Y todas esas cosas. De hecho, muchas veces siento que privar a nuestros alumnos de la educación sería una deferencia repleta de magnificencia, de cara al futuro que les espera. Los haríamos borregos felices, apegados al brillo turbio de la tele, de la pantalla del móvil, de los portátiles y de cualquier otro dispositivo electrónico que se pueda concebir y manipular.

No sé qué pienso. Me da miedo este paso. Me aterra que se imponga el libro digital en las aulas. Será un avance y ya mismo lo veremos, pero no sé si me gusta. Más nos vale acostumbrarnos, pues tiene más ventajas que inconveniencias, pero no sé si me gusta. Solo se me ocurren detallitos en contra. En lo esencial reconozco que está bastante bien. ¡Qué sé yo! Mis recelos, como los de todos, se basan en una cuestión de melancolía y de miedo a envejecer. Supongo que todos, en el fondo, entendemos que los valores rectos son aquellos que se corresponden con nuestra infancia. ¡Y me parece tan lejana de pronto! ¡Me parecen tan lejanas aquellas aulas repletas de gomas de borrar y de sacapuntas! Sin pantallas de ordenador, ni cañones, ni pizarras digitales…

El campo

Profesora: Hombre, Manuel... ¡Tú por aquí! ¿Qué ha pasado? Alumno: [Gruñido de desaprobación]. Profesora: La última vez que hablamos me dijiste que intentarías que no volviéramos a vernos. ¿Te acuerdas de eso? Alumno: [Gruñido de desaprobación]. Profesora: ¿Qué ha pasado? Alumno: [Gruñido de desaprobación]. Profesora: Por favor... Si no me dices qué ha pasado... No podré ayudarte. Alumno: Es que el gilipollas ese... Profesora: Manuel, ya sabes que delante de mí no puedes insultar a otro profesor. Al que tú llamas “gilipollas”, es mi compañero. Venga, cuéntame qué ha pasado. Alumno: Es que el gilipollas ese me ha echado... ¡Y yo no he hecho ni ostia! Yo estaba tan tranquilo, se ha rallado, y me ha empezado a decir cosas. Yo le he dicho que me dejara y me ha echado. ¡Es que es es gilipollas! ¡Es gilipollas! Profesora: El profesor trata de enseñarte a comportarte, por tu bien. Alumno: [Gruñuido de desaprobación, mientras trocea un cuaderno].

P: Tú has pensado... que algún día... Todo esto acabará. Saldrás del instituto y tendrás que dedicarte a algo. ¿Sabes qué será de ti sin el graduado? A: ¿Para qué quiero yo el graduado ese? Ya se lo pueden meter por el culo los maestros. Yo voy al campo, con mi viejo, y en una mañana gano dinero para salir un mes. Y si no, trapicheando un poco, gano más en un semana que tú en un mes. P: Ya, pero tú sabes que la gente que trapichea acaba en la cárcel. Y el campo... ¿Quieres pasar toda tu vida en el campo? A: ¡Claro! El campo... En el campo no tengo que aguantar a los maestros todo el día dando por culo. Cuando voy al campo me pongo mi flamenquito to guapo y me fumo algo. Y no tengo que estar como los tontos esos, haciendo lo que dice el maestro todo el día. Solo les falta chuparle el culo. P: Si lo dices por tus compañeros... Algún día ellos ganarán más dinero que tú y quizá pienses diferente entonces, ¿no te parece? A: Estudiar no sirve para nada. ¿Para qué si tengo el campo? A mí no me gusta estudiar. Y leer y todas esas mierdas, ¿para qué sirve? Con lo bien que estoy yo en el campo, con los litros, escuchando flamenquito [y se pone a cantar]. P: Por favor, Manuel. Aquí no puedes cantar. Se supone que estás castigado. A: ¿Y quién eres tú para castigarme? A mí solo me castiga mi vieja, pero ella nunca me castiga porque sabe que no sirve para nada. [Y sigue cantando]. ¿A ti no te gusta cantar? A los maestros nunca les gusta cantar. P: A mí me gusta mucho cantar. Pero para todo hay un momento. Hay un momento para cantar y hay momentos para trabajar. Y al instituto no se viene a cantar. A: ¿Y por qué no? P: Pues porque si todos viniéramos al instituto a cantar, como tú, ¿cómo iría el país? A: ¿Y eso qué importa? P: A ti no te importa todavía, pero algún día te importará. Seguro que querrás tener una familia, comprar una casa... A: Maestra, ¿tú tienes moto? P: No. A: ¿Qué moto tienes? P: Te he dicho que no tengo moto. A: Ah, es verdad. Los maestros nunca tenéis moto.

P: Manuel, yo tenía un amigo que era como tú, cuando tenía tu edad. A: ¿Y se la calzó? P: ¿A qué te refieres? A: Maestra, ya sabes, que si tú y él... [y hace un gesto aclaratorio]. P: No, claro que no. Porque a mi amigo no le preocupaba su futuro y a mí no me gustaban los chicos que no estudian. A: ¿Entonces no se la calzó? P: No, Manuel. Te he dicho que no. A: ¿Tu amigo era marica? P: ¿Y eso qué tiene que ver? A: Seguro que era marica. P: No, no lo era... De todas formas, no deberías llamar a los homosexuales “marica”, porque eso es ofensivo. A: Maestra, ¿te puedo preguntar una cosa? P: Escúchame primero. Quiero hablarte de mi amigo. Él tampoco estudiaba, pasaba de todo y ahora... ¿Sabes lo que ha sido de él? A: ¡No me ralles! P: Manuel, tienes que saber lo que va a pasarte si no te tomas las cosas un poco más en serio. A: ¡Que no me ralles, coño! P: No te estoy rallando, solo trato de ayudarte. A: ¿Ayudarme? ¡Vete al carajo! Tú solo quieres comerme la cabeza, como los otros maestros, para que te haga caso. Pero... ¿sabes qué? Yo no le hago caso a nadie. Yo nunca hago caso. Y menos cuando alguien me quiere comer la cabeza, ¿sabes? [Se levanta y tira la mesa de un empujón]. P: Manuel... En ningún momento te he hablado mal. ¿Te parece justo que tú me trates así a mí? A: Ira... Ahora ve a mis viejos y les dirás que me he portado mal y todo eso. Anda y vete a cagar, que si tu novio no te hace lo que te tiene que hacer, yo no tengo la culpa. ¡Será mierda la tía!

Competitividad

Lo cuento precisamente porque jamás me había pasado. Eso sí, estoy seguro de que esta columna va a herir la sensibilidad de muchos docentes andaluces. A mí, en otro tiempo, esta anécdota me hubiera resultado increíble e insultante. Sin embargo, tengo la dicha de ser el tutor del mejor cuarto de ESO de todos los tiempos. No tengo ninguna duda de que mi grupo conseguirá el pleno en junio, lo cual es milagroso en estos tiempos que corren, y además una parte importante de mis pupilos se van a llevar el sobresaliente de media. Me siento orgulloso de capitanear un grupo de alumnos que, frente a lo que suelo ver por ahí, tienen raza. Quieren ganar. Compiten.

El viernes estaba en mi tradicional guardia de biblioteca cuando acudieron en mi busca cinco o seis de mis estudiantes más ilustres. En cabeza una chica que cosecha dieces como un apicultor picotazos. “Maestro, ha pasado algo terrible... Alguien de nuestra clase le ha dado el examen a los de la otra clase. ¡Y están preparando las preguntas en el recreo!” Reconozco que al principio no entendí muy bien el problema, pero luego me lo explicaron entre todos. “La profesora nunca cambia los exámenes y van a sacar mejores notas que nosotros. ¡Y no es justo! ¡Nosotros somos mejores que ellos y hemos estudiado más!”. Me sorprendió la rabia con la que hablaban. Su insolencia me sobrecogió. Jamás se me había dado una situación parecida y no sabía cómo resolverla.

¿Qué debía hacer? Podía decirles que hay que alegrarse por la suerte ajena y que ellos no necesitan ganar a los demás para sentirse bien (lo segundo no es cierto y lo primero no es imprescindible). Podría haberles dicho que son el mejor cuarto de la historia y que no pasa nada por compartir promoción con otros alumnos de sobresaliente, con o sin trampas. Pero les dije lo que pienso: que me encanta su actitud y que entiendo el enfado, aunque esta vez la situación no tuviera arreglo. Mi tutoría siempre quiere ganar. Si se organiza un concurso de la disciplina que sea, ellos se plantearán ser los mejores, pasar por encima de los demás, demostrar que son los más inteligentes y los que más se esfuerzan. Los más fuertes y los más guapos. No le tienen miedo a nadie (tengo músicos, superdotados y hasta una deportista de élite).

Les recomendé que le contaran a la profesora la situación, a toro pasado. Pero el otro curso va a enfadarse mucho. ¿Por qué está tan mal visto reconocer que para ti es importante quedar por encima de otro, máxime si estos han hecho trampas? ¿Por qué es preciso ocultar que encuentras tu gloria en la victoria sobre otros? Me imagino a dos atletas a punto de cruzar la meta diciéndose, como enamorados que tratan de colgar el teléfono, “no, gana tú. ¡Tú primero!”. ¡Ridículo! Yo soy funcionario porque le gané a muchos otros. Y no me gané a mí mismo. Le gané a otros doscientos aspirantes que, de buena gana, me hubieran partido la cara, como si estuviera afiliado al PP murciano, para quitarme la plaza.

Sin embargo, lo que más me ha sorprendido no es la actitud de mis nenes. Lo más surrealista de todo es que todo el mundo al que le cuento el suceso opina que soy un hijo de puta por fomentar la competitividad, por decirle a mi tutoría que espero de ellos que sean los mejores y que si para ellos es un estímulo superar a sus homólogos, veo bien que traten de hacerlo. Todo el mundo me dice que tengo que enseñarles un montón de moñeces en las que yo no creo. Esa moñeces, me temo, son las que explican el paro, una parte de la crisis, el PER, y la falta de eficacia de nuestro sector privado. Fabricamos borregos a los que estamos enseñando que es malo pelear contra el que está al lado. Y encima los hacemos sentir mal, como si mis chicos no hubieran pasado la noche anterior estudiando hasta las tantas, sin hacer trampas, con la mayor honradez del mundo. ¿Por qué casi todo el mundo tiende a ponerse del lado del mediocre? ¿Qué tienen los ganadores que los hace parecer tan antipáticos? ¿Cuándo inculcaremos más competitividad y menos ciudadanía? ¿Acaso pensamos que el comercio chino que han abierto en el pueblo tendrá compasión del ultramarinos que tiene a su lado? Lo va a destrozar. Y destrozarán a nuestros jóvenes si no les enseñamos que, de vez en cuándo, no es tan malo sacar los dientes y morder con todas nuestras fuerzas.

Bi

Ser bi es tener dos. Dos de lo que sea. Bimembre es que tiene dos miembros. Bicéfalo es que tiene dos cabezas. Bilingüe es, o debiera ser, el que tiene dos lenguas. Pienso yo que el bilingüismo perfecto es una utopía, sin embargo. Siempre pensé, y por desgracia ese siempre no ha caducado, que los alumnos que estudian en el extranjero volvían un poco alelados. Volvían, como poco, con ciertas palabras de más en una lengua que no les era propia. ¿Eso es ser bilingüe? Pocas cosas me dan tanta pena como ver a un nativo que pregunta “cómo se dice esto en español”. Asumo que hablar bien dos lenguas es bueno, que ser bi suele ser mejor que ser mono, pues los que son bi tienen, por ejemplo, el doble de opciones de ligar (que aquellos que solo hablan una lengua). Por desgracia, lo que me ha llevado a escribir esta columna es que estoy cansado de que se le llame bilingüe a cualquier cosa o persona.

Los centros bilingües son, en Andalucía, institutos normales en los que algún profesor se ha movido más de la cuenta para conseguir una reducción horaria y una subvención. Son institutos normales en los que se dan clases normales. Eso sí, se suele contar con una línea de alumnos, un curso por nivel, donde se agrupa a los niños más buenecitos para recibir unas clases especiales. ¿En inglés? ¿En francésl? ¡Estamos locos! En español, como toda la vida. Son clases normales impartidas por profesores normales, como tú y como yo, que se han habilitado mediante la entrega de papeleo y de algún que otro examen guarrindongo, pero que tampoco son bilingües, ni especialistas en la lengua en la que pretenden impartir su materia (¿matemáticas en inglés? ¿En un instituto público?). Son gente, los profesores habilitados, que si bien pueden hablar bien inglés o francés, no poseen tampoco, en líneas generales, el nivel necesario para impartir de forma fluida en otra lengua que no sea la suya una clase. Que yo supere los exámenes del instituto de idioma no me convierte por arte de magia en profesor capaz en dos lenguas.

Está bonito, nos viste a todos, presumir de que nuestros estudiantes salen del bachillerato con un dominio fastuoso de dos lenguas, al igual que dominan ya la informática de tal manera que todos, sin excepción, saben utilizar los ordenadores para aprender a aprender, para interactuar con el medio, y no solo para ver porno y descargarse series (?). Por desgracia, a efectos prácticos, a duras penas salen dominando el español. ¿Cómo vamos a pretender, en muchos centros, llamar al churro que les estamos aportando “educación bilingüe”? Cuando los informes revelan, y rebelan, que nuestros alumnos son excretados con demasiadas carencias para expresarse y para comprender textos, no ya en inglés, sino también en españo, sacamos pecho y rellenamos prospectos de propaganda. ¿Estamos locos?

Me acuerdo de Dora La Exploradora. Vi el otro día un episodio y me quedé consternado. Surge, de entre las sombras dictatoriales de nuestra lengua, un muchacho vestido de mago que mezcla español e inglés. No habla ni lo uno ni lo otro. Se supone, eso dirá algún pedagogo progre, que es fabuloso que los niños aprendan a mezclar palabras, que alternen ambos códigos como dominan la fusión de ron y coca-cola. Fue ver al Mago de Dora y me acordé de nuestro bilingüismo de actividades sueltas, de aclaraciones entre paréntesis, de no sé hablar inglés y pretendo enseñar a hablar inglés.

Vi en un episodio de los Simpsons que Marge pretendía ser profesora de piano sin saber tocar el piano. “Bastará con sacarle siempre una lección de ventaja al alumno”, dijo. Y algo parecido ocurre con los centros bilingües. Los políticos se hacen la foto y ocultan que profesores que no dominan dos lenguas tratan de enseñar a alumnos que no llegarán ni siquiera a dominar la propia. Eso sí, ¿saben la de pasta que se gastan en el experimento? Y la de votos que pretenden ganar. Además, por todos es sabido que es esta una forma preciosa para que muchos enchufados encuentren plaza, para que muchos patricios encuentren centros mejores, para que algunos vivan como reyes, mientras que otros nos quedamos con los despojos, con el resto de grupos que reclutan a los no escogidos.