jueves, 29 de mayo de 2008

Ránking de buena vida

Solicité hace tiempo a una prestigiosísima universidad extranjera que elaborara un ranking para mi sección semanal. Finalmente, me ha llegado un correo electrónico en el que se desgrana el resultado de sus estudios. Deseaba conocer quién vive mejor en mi instituto. Para confeccionar esta clasificación han tenido en cuenta, principalmente, tres variables (ninguna de ellas es más importante). La primera es la “cantidad de alumnos con los que trabajan”, la segunda el “número de horas que pasa en el aula”. La tercera, por descontado, la “responsabilidad de sus funciones”. ¡Allá voy! ¡Hagan sus apuestas! El ganador se lleva una copa y el reconocimiento de toda la comunidad científica.

En el diez, y que me perdonen porque les tengo gran aprecio, colocan a los profes de Educación Física: son curritos y tienen las mismas horas que yo, pero nada tiene que ver aguantar a los chicos en el patio que dentro de un aula. En el puesto nueve va el Jefe de Extraescolares. Es un profesor normal, de acuerdo, pero se ahorra el suplicio que entraña una tutoría (y tres horas de clases) para organizar excursiones, que casi siempre organiza otro. Por idéntica reducción, aunque con menor responsabilidad si cabe, colocan a la responsable del proyecto “Escuela espacio de paz” en el ocho, a quien no se le reprocha que los niños se sigan matando, a pesar de que ellos trabajan tres horas menos a la semana para tratar de evitarlo. Por un motivo similar, el puesto número siete lo habitan los profesores del Proyecto Bilingüe. Ellos, al menos en mi centro, no dan una clase en inglés ni por error… Eso sí, su fantástica habilitación los exime todos los años de todos los cursos nocivos. Algo así le pasa al inquilino del puesto seis: nuestro fabuloso profesor de francés tampoco suda en exceso la camiseta (recordemos que los alumnos de francés son siempre los mejores). De todas formas, nada de eso es comparable con el habitante del puesto cinco: ¡el Director! Nótese que este puesto de responsabilidad puede ser fabuloso o un castigo, en función de las dotes que tenga el susodicho para escaquearse y de su compromiso. Como el nuestro es un amo del escapismo, lo cierto es que no da ninguna hora de clase y, además de eso, jamás está en el centro cuando se le necesita (aunque sea el que más cobra, por cierto), pero no todos son así, que conste. Cuatro: el Secretario. Pasa la mayor parte del día entre papeles y da pocas horas de clases (además de eso, y por desgracia para su mujer, es el único de todo el centro que tiene algo parecido a una secretaria). Eso sí, como tenga un pequeño error de cálculo se agencia unos marrones colosales (no me gustaría ser secretario).

Burla burlando hemos llegado a los tres puestos principales (el podio de la buena vida, de la dolce vita). ¡Uy! No esperen encontrar aquí a los administrativos (cobran poco y tienen que aguantar al secretario), a los jefes de estudio (tienen la mayor cuota de responsabilidad de todo el centro) y tampoco a las limpiadoras (si yo encontrara lo que ellas encuentran en los servicios cada tarde, tendría pesadillas). ¿No saben quién está en el bronce? Sin lugar a dudas… ¡el PT! No todos son así, que conste, hay muchos abnegados… pero me hablaron de alguno que tiene solo cuatro o cinco niños a los que enseña a escribir y a leer. No se estresa, no se agobia, no da muchas clases y sus rivales son pocos y cobardes. Por no tener, no tiene ni que poner notas. Causalmente, el segundo mejor vividor es su compañera de departamento. ¡Divino! Esto es como la Lotería de Navidad: cuando la lotería toca, toca por barrios (en este caso, por departamentos). Puesto segundo y plata: los orientadores (toda mi admiración hacia ellos, son los que mejor escogieron sus oposiciones, ¡se lo han ganado! No entran en clase en exceso y viven la mejor parte de la educación: el trato personal con los alumnos). ¡Vaya! ¡Hasta ahora he sido demasiado cruel! Me he pasado… y todavía me falta revelar el ganador. La prestigiosa universidad a la que he encargado este estudio no se aclara. Inicialmente pensaron que la persona que mejor vive es el inspector, pero teniendo en cuenta que todo el mundo se acuerda de sus madres cada dos por tres, tiene su cosa eso de ser el malo de la película (y, por tanto, le perdonaré esta vez el castigo). También pone aquí que viven requetebién los liberados sindicales, pero me niego a incluirlos porque… esos ya ni se pasan por el instituto a vernos, así que han perdido el derecho a ganar esta copa. ¿Quién queda? ¿Quién gana? Primer puesto y oro. [Redoble de tambores]. Ganador: ¡los profesores políticos! Sí, me explico: alcaldes de pueblos, concejales… ¡Los hay a manojitos! ¡Dos sueldos e inmunidad diplomática! Faltan cada dos por tres, pero nadie tiene arrestos para denegarles la compatibilidad. De mayor (si llego con vida) quiero ser uno de ellos.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Barrigas y barricadas

Eduardo Fernández pagó el café. Nos encontrábamos en pleno centro de Sevilla. Hace tiempo alguien me dijo que los sevillanos no meriendan en La Campana. Hay lugares que, de tan sevillanos como son, resultan burdos para los verdaderos oriundos. Será por eso, quizá, que me encontré con él en ese lugar y no en otro. No tenía muchas ganas de conversar, pero tampoco de pensar en un páramo inédito. Había tenido una mañana torva, intensa, propia de mayo. Con o sin sayo, amenazaba lluvia. Lo tengo delante y me mira con cierto estupor. Supongo que, como tantos otros, me imaginaba de otro modo. No aparento ser un buen profesor. Quizá ni siquiera aparento ser profesor.

“Cuyami, necesito que escriba sobre la manifestación”, fueron sus primeras palabras. Y yo, que vivo en la inopia, no pude más que reconocer que no tenía ni la menor idea de a qué se refería. “Le imaginaba más a la vanguardia, más al tanto de las discrepancias, de los deseos, de nuestras luchas…”. Y yo sonreí. A duras penas sé quién ha ganado la liga de fútbol. De Fórmula Uno tengo más idea, pero como a mi inspector no le hace gracia que hable del papá de Hamilton en mis columnas, me mantengo callado. “A ver, ilústreme. Le concedo cinco minutos. Pondré mi grabadora. Si consigue convencerme, publicaré lo que me diga. Cinco minutos, no más… y usted paga el café”, sonreí socarrón. No debería tratar de forma tan irónica a la gente que no me conoce. A veces ocurre que llegan a tomarme en serio.

-“El 21 de mayo tenemos previsto ponernos en huelga. El paro lo convocamos varios sindicatos. En concreto, APIA, CGT, SADI, SIEP y USTEA… pero es posible que se sume más gente. El pretexto es el programa de calidad, la pérdida de nuestra dignidad, que nos estamos vendiendo, que aceptamos que toda la responsabilidad es nuestra, cuando no es así. Nos sobornan para que estemos callados, pero la mayoría de los centros han dicho que no. Han rechazado el soborno porque se está iniciando una nueva corriente, han prendido las ganas de luchar, se recrudece el deseo de pelear por el respeto de la sociedad: lo tuvimos y lo perdimos, hay que volver a ganarlo. ¿Cuántas veces en sus columnas nos ha dicho usted que debemos plantarnos? ¿Cuántas veces nos ha llamado a la huelga? ¿No ha criticado tantas veces la indolencia del profesorado? Este es el momento. No solo por el plan de calidad, sino porque debemos comenzar a reivindicar lo que es nuestro. Han intentado comprarnos y les ha salido mal… ¿por qué la gente no se entera? ¿Por qué la gente no se entera de que los docentes estamos hartos de todo lo que nos está sucediendo? ¿No es acaso evidente que estamos perdiendo autoridad, poder adquisitivo y capacidad de decisión? Ahora puede pegarnos cualquiera, nos dejamos la garganta y no sirve… y nos echan las culpas de todo, cuando estamos entregando hasta la última gota de nuestro sudor.

Paramos porque para hacer bien nuestro trabajo, conforme a las nuevas exigencias que el alumnado perpetra, requerimos de una jornada laboral más corta (con menos clases y más horas para preparar dichas sesiones), es indispensable más profesorado para bajar la ratio, para dar una respuesta de garantías al problema del fracaso escolar, más estabilidad para los interinos, para poder construir con ellos proyectos educativos más sólidos, deseamos profesionales especializados, un mayor apoyo de las instituciones, que nos dejen dar clases y que manden a otras personas para realizar el trabajo burocrático… ¡porque nosotros debemos dedicarnos a dar clases, si queremos que los alumnos aprendan! ¡Ah, y por supuesto… necesitamos que se nos pague como a funcionarios! Si tenemos unas oposiciones idénticas a las de otros profesionales, ¿por qué no cobramos como ellos?

Si usted me cediera espacio en su columna, aprovecharía para pedirles a los profesores de Andalucía que el miércoles 21 [mañana] opusieran un poco de resistencia, que pelearan, que dejaran de cobrar un día para conseguir que nuestra situación mejore el resto de días. Está en nuestra mano alcanzar lo que verdaderamente necesitamos y no solo los siete mil euros con los que prometieron untarnos… ¿Los pagarán o serán como los cuatrocientos de Zapatero, que se difuminan en el café como el terrón que acabo de echar? No, no basta. Hay que hacer mucho más. Tenemos que pelear. El momento ha llegado. Vale la pena iniciar esta insurrección porque ya hemos aguantado demasiado. ¡Vayamos a la huelga!”.

domingo, 18 de mayo de 2008

El Profesor Cuyami va a la cárcel

Desconfío. Pienso. Constato hasta tres veces que es realmente mi nombre el que aparece impreso sobre aquel sobre. Sí, no hay duda. Se trata de mí. Es una carta para mí. Mi apellido es inconfundible, el cartero no puede equivocarse, no vive ningún otro Cuyami en la ciudad (al menos, que yo sepa). Repaso mentalmente mi historial de amantes. No tengo conocimiento de que ninguna de ellas pueda ser la causante de… ¡saldré de dudas! Sea quien sea, está en la cárcel. Eso es seguro. Hay mucha gente que está en la cárcel, eso no me extraña, pero no llego a comprender qué puede llevar a alguien así a ponerse en contacto con alguien como yo.


Abro el sobre y libero una interjección insolente porque me había equivocado de lleno (¿qué me llevó a pensar en una amante? ¿Qué afán peliculero me posee?). Tras la apertura, paso una semana entera imaginando cómo será enfrentarme a este momento. Finalmente, tomo el coche y acudo por fin. Me cachean y he de rellenar un sucinto cuestionario. Paso junto a varias celdas habitadas. Nada tienen que ver con las imágenes que aparecen en las películas. Nadie grita. Paso junto a un hombre mayor. Parece estar estudiando. Otro chico está dormido. Otros dos ven la televisión. Me recorre el cuerpo un cruel escalofrío. Jamás había entrado en una cárcel y mis propios prejuicios me carcomen.


¿Han escuchado alguna vez la historia de Luzbel? Sí, lo sé. Suelo deslizar citas bíblicas dentro de mis columnas. Generalmente, no vienen muy al caso, pero lo hago porque necesitaré la asistencia de Dios cuando mi amigo, el Inspector Gadget, intente ajustarme las cuentas. Esta vez, resulta inevitable. También Manuel era el ángel más bello y, de eso, ha pasado a convertirse en... Nada más abrir el sobre, me dirigí al desván de casa. Desempolvé un montón de carpetas hasta que topé con aquel cuaderno del profesor de 1999. Por aquel entonces, él estaba en Segundo de ESO y la ESO se inauguraba, como quien dice. Era un chico... fantástico. Trasmitía una luz impresionante en su mirada. Era el más hermoso, el más noble. Sin embargo, solía sentarse junto a otro chico, llamado Israel, que no poseía ninguna virtud aparente, salvo su exceso de vitalidad. Este segundo, en cierta ocasión, le mostró una pequeña bolsita con dos gramos de polen de marihuana. Le explicó que muchos chicos del Instituto lo vendían. Compraban dos mil pesetas. Consumían la mitad y la otra mitad la revendían recuperando el dinero. No obtenían beneficios, pero sí más droga. Desgraciadamente, Manuel se encaprichó de unas Nike Jordan rojas. Las llevaba su primo y él sentía mucha envida porque por aquel entonces todavía practicaba deporte. La cara de Manuel es diferente, ya no es puro el brillo de sus ojos. Te mira y ve tu dinero, los gatos maúllan a su paso. Para conseguir aquellas zapatillas, solo tuvo que venderle droga a otros cuatro o cinco chavales, pero hipotecó su propia alma. Solo cuatro o cinco. Le sorprendió lo fácil que era el trabajo de camello: cuatro ventas equivalían a un par nuevo de zapatillas, si se buscaba a las víctimas adecuadas. Sus padres no preguntaban y se sorprendía a sí mismo imaginando cómo sería eso de convertirte en tu propio jefe. Los mayores, los profesores, no se enteraban de nada. A la salida del Instituto, en los cambios de clase, en la valla, junto al patio, todo lugar era bueno para potenciar su mercadotecnia. Eran pequeñas cantidades, pequeñas ventas, pero lo llevaron pronto a conseguir notables beneficios. Cuanto mayores eran las ventas, mayor era el beneficio (¡tiene su lógica!). Eso sí, cuando se vio con una suma importante bajo el colchón, dejó de estudiar y trató de conseguir aún más pasta: tanta que la situación se le escapó de las manos con la misma facilidad con que [lo] colocaba la mercancía. Hasta ahí sé. Yo dejé aquel instituto y no volví a verlo en varios años. De hecho, no volví a saber nada de él hasta recibir aquella carta, en la que me pedía que viniera a visitarlo por algo importante.


Manuel me mira. Me siento profundamente incómodo. Me siento terriblemente sucio y tengo la impresión de que me está viendo desnudo. Me pregunto si yo puede evitarlo, quizá. Me pregunto si quiere hablar conmigo para reprocharme cómo terminó su vida o lo sencilla que es la mía, o cómo pude olvidarlo, sin que me costara lo más mínimo conciliar el sueño desde entonces. En su brazo derecho ha tatuado una serpiente y me pregunto a mí mismo si él recordará que en otro tiempo deseaba ser farmacéutico. Estoy desconcertado, realmente. A Manuel le enseñé cuatro o cinco normas ortográficas y salí de su vida, sin tiempo para dejarle demasiada huella. Sin embargo, y tras tantos años, ahora desea hablar conmigo, pero yo no deseo hablar con él.

viernes, 9 de mayo de 2008

La gitana del lazo azul

Cada vez me llevo peor con las fiestas de los pueblos. Cuatro casetas y cinco personas en cada una, hacen un total de veinte personas. Más o menos ese es el cómputo. Más o menos: soy de letras y estaba medio borracho. Por ende, viví la fiesta intensamente porque aliciente adicional no hay. Allá donde la diversión se mide de forma inversamente proporcional a la precisión de la micción, te encuentras ante una fiesta popular. ¿Qué hace un ilustre licenciado como yo en un lugar como este? Es jueves, trabajo aquí, todos los lugareños hablan maravillas de las virtudes de la feria del pueblo de al lado y yo he recibido una invitación de tres o cuatro interinos del centro. No echaban nada en la tele, no tengo ganas de comenzar otro libro. No tenía nada que perder, claro: pensé que podría ser estimulante, un ejercicio sociológico de gran alcance. Total, que cuando menos me lo esperaba, imbuida por un comentario de una de mis compañeras, al escuchar mi apellido, la gitana del lazo azul viene y se pega a mí. Me pregunta si soy yo el columnista de EL MUNDO y me siento Paulo Coelho, pero en versión Belén Esteban (por la falta de glamur). ¡Ah, ya! Jamás hablan conmigo los lectores y para una vez que se me acerca una, está ebria y quiere echarme la bronca. Dice que está indignada conmigo porque dediqué una columna a las chuletas y no conté cómo son las que hacen los jóvenes, hoy en día. Dice que tiene curiosidad, que quiere saber si son como cuando ella estudiaba. Dedico esta columna a la gitana del lazo azul y a todas los interinos que, exiliados y al borde de las oposiciones, toman la determinación de salir con los compañeros a la fiesta del pueblo de al lado (la parranda no será gran cosa, pero no se arrepentirán, se lo prometo).

Nuestros alumnos no han evolucionado demasiado. Son bastante primarios y, por lo tanto, creo que la Edad de Oro de las chuletas acabó hace bastante tiempo. Eso sí, las nuevas tecnologías han dado cierto fuste a los cuatro o cinco métodos de siempre. Admito que sigue prevaleciendo el pequeño trozo de papel con texto escrito (a mano u ordenador). Los chicos suelen guardarlos en sudaderas de bolsillo frontal, al estilo canguro. Las chicas optan por la falda, por conservarlas entre las piernas o debajo del culo (si te atreves a mirar allí, te ganas una denuncia por acoso). Abundan también los textos escritos en la mesa y también en las paredes. En cierta ocasión (me quito el sombrero en su honor), un grupo fabricó un mural de “la respiración” y lo pegaron en la pared, antes de un examen mío. Dentro del mismo estaba la vida y obra de Lope de Vega, junto a los ventrículos y aurículas. Admito que no le presté ninguna atención, hasta que la clase no concluyó. No busqué a los culpables, me pareció demasiado original el engaño como para castigarlos. Más burdo sigue siendo el típico cambiazo, esos sí los persigo. Como casi todos decimos qué va a caer, aunque sea grosso modo, ellos utilizan un folio en blanco para introducir muchísima información y lo sacan cuando miramos para otro lado. Ni que decir tiene que esto también se hace en Matemáticas con las fórmulas, pero allí lo que se saca no es el folio que se entrega, sino el que “supuestamente” utilizan de borrador (y que tiene las fórmulas escritas de serie).

Se dice que en la universidad están proliferando los pinganillos, en virtud de los cuales te dictan las respuestas desde el exterior del edificio. Se cuenta que esto se utilizará también en las próximas oposiciones. No obstante, a nuestros institutos todavía no ha llegado y difícilmente llegue. Sí lo han hecho los móviles, claro, que muchas veces dejan encima de la mesa (para mirar la hora, supuestamente). Por el contrario, como mensaje de texto, pueden apuntar fechas y datos difíciles de recordar. De todas formas, la forma más fácil de copiar sigue siendo la mirada hacia el compañero (empollón), con o sin disimulo. Inclusive, en los últimos asientos, es posible charlar un rato, si el profesor no echa demasiada cuenta. Los sitios de la ventana también tienen la ventaja de posibilitar poner papeles auxiliares en la parte exterior del marco, para echarle un ojo desde el asiento (mirada hacia arriba y suspiro). No se puede pasar tampoco por alto el recurso de la chuleta en el estuche (el sesenta por ciento tienen regalo dentro), los datos arañados sobre el bolígrafo y el cuaderno abierto bajo la mesa (parece tosco, pero cuando los pillas te dicen que “se les cayó” y cualquiera los baja del burro). De todas formas, de entre todas, la chuleta que más me gusta encontrar es la tatuada a boli en la mano o sobre el brazo: un clásico que jamás pasa de moda.

Mesón Casa Diego

Estoy enfadado. Acabo de salir de una entrevista con un padre. Lo miré y, desde el primer instante en el que lo tuve delante, encontré en mi interior la absoluta certeza de que ese tipejo deseaba gresca. En las entrevistas pasa algo semejante a lo de ciertos bares de carretera (en los que reconozco no haber estado jamás y de los que tengo referencias por algún que otro libro y, ante todo, por muchas películas). Allí el primer golpe se asesta con una mirada. Este hombre me lo hizo igual. Y todo comenzó por algo tan antiguo como… podría decirse que es tan antiguo como el propio hombre. La historia se remonta a los albores de la humanidad, si no antes. Ya, lo sé: no está documentado. Y no se puede documentar, porque creo que las chuletas se inventaron antes que los exámenes, antes que la escritura, incluso; allá por el magma o el día primero. No obstante, a pesar de su longevidad, nunca han gozado de buena fama. Con ellas pasa algo semejante a lo con las flatulencias y con otras secreciones humanas, voluntarias e involuntarias. Todo el mundo afirma no haberlo hecho jamás y casi todo el mundo es culpable, por el contrario. En cierta ocasión, se me ocurrió la feliz idea de ofrecer dos puntos más en un examen a todos aquellos alumnos que se levantaran y que pusieran sobre mi mesa alguna chuleta. Media clase contribuyó a la irrupción de lo que pronto vendrá a ser El Museo Nacional de la Chuleta, del que me ofrezco a ser director, a cambio de una reducción en mi horario lectivo. Propongo instituirlo, al estilo Almagro, en algún lugar donde sean ilustres los asadores (quizá Salteras, quizá junto a Itálica… y así nos ahorramos una taquilla). Total, otra opción es revitalizar algún pueblo perdido en el mapa, alguno de esos poblachos que no tienen nada que contar o que ofrecer: seguro que vendrían japoneses, gente de todos los confines del mundo, para hacerse fotos junto a un “cambiazo” o frente a la “chuleta más grande del mundo”.

Lo malo de tener un torrente de ideas tan abrupto, como el que te aporta esta profesión, es que a veces no doy pie con bola y dejo los temas a la mitad: estaba hablando del papá ese. Ese papá quería tema y estaba indignado porque su hijo se iba expulsado. Su hijito del alma se había dedicado a potenciar el mecenazgo del conocimiento efímero (y clandestino): se había convertido en camello de la proteína. No contento con hacer chuletas, se había dedicado a confeccionarlas con el ordenador y a venderlas a cincuenta céntimos el corte. Supuestamente se había ganado a nuestra costa unos treinta euros, o eso reza la leyenda. Claro está, eso el papá no lo veía motivo suficiente para una expulsión. Supongo que por eso, o porque es un bobo supino, me preguntó (oh, ¡qué ironía tan selecta!) si conocía la estadística de cuántos profesores habían llegado hasta las aulas haciendo chuletas. Yo, por supuesto, en un ataque de gallardía y de cinismo, me indigné muchísimo y repuse que todos hemos sido excelentes estudiantes y que a ninguno de nosotros nos ha hecho falta una treta tan burda. Lo admito, mentí. No obstante, temo que una estadística al respecto arrojaría unos datos más falsos que el cuadro de Munch que tengo colgado en mi habitación.

Casi siempre me sucede, cuando hablo con papás, que se me ocurre una respuesta ingeniosa (mucho mejor que la que he dado) cuando ya es tarde, cuando me encuentro haciendo otra cosa (o no haciendo nada, que viene a ser mi pasatiempo favorito de un tiempo a esta parte). Total, que estaba yo poniendo la colada y me di cuenta de que sí se está produciendo un cambio sustancial. Antes, cuando un alumno copiaba, tenía la conciencia sucia, estaba convencido de que hacía algo malo. Si un profesor confiscaba una chuleta, el estudiante se quedaba pálido y no levantaba la cabeza del folio en cuatro o cinco años. Por el contrario, ahora te contestan, se indignan contigo: “Maestro, ¡si yo solo lo he utilizado en una pregunta! ¿Cómo se te ocurre quitarme el examen?”. ¡Grotesco! Ahora lo haces con toda la sutileza, delicadeza, lisonjas imaginables: “Disculpe, no quiero desconfiar de usted, pero…”. Y se rebotan. Y los padres, lo ven normal. “Pobrecito, eso lo hacen todos, pero mi hijo es más torpe, le falta experiencia”, me dijo una vez una madre. ¿Tan difícil de entender es que si te saltas un stop y te pillan, te han pillado? La culpa ha muerto. Parece que fuera traumatizante hacer que los chicos se sientan culpables por algo. Si son culpables, que se sientan culpables, [taco].